
Samanta parpadeó despacio, con la vista incrustada en la rocambolesca tarjeta de visita que el desconocido le había plantado delante de los morros sin el menor respeto por su espacio personal.
―¿Esto es real? ―preguntó.
―Suena raro, lo sé ―la sonrisa del otro no estaba dispuesta a rendirse―, pero te prometo que es a lo que me dedico.
Samanta respiró hondo el aroma a asfalto recalentado y le quitó la tarjeta de entre los dedos para seguir mirándola igual de cerca, pero sin que se la sostuvieran delante de la cara como si ella no tuviera manos propias.
―«Investigador paranormal» ―leyó en voz alta, con una voz pretendidamente neutra, pero cargada de interrogación―. «Experto en lo oculto»… ¿«Exorcista»?
―No soy cura, pero sí.
―¿Pero esto, esto existe? O sea, ¿es una profesión que existe en la vida real, fuera de las películas?
El extraño exudaba calma y seguía sonriendo. Debía estar más que acostumbrado a que no se lo tomasen en serio. Samanta lo miró alzando las cejas, procurando inclinar lo suficiente la cabeza para que él pudiera percibir la incredulidad en sus ojos por encima de las gafas ahumadas.
―De verdad ―insistió él, impasible―, es mi vocación.
―Y esto… ―Samanta no sabía cómo formular la pregunta sin ofenderle.
―Eso es mi nombre.
―Tu nombre.
―Sí.
―«Dani Denoche» ―leyó ella en voz alta, en parte para convencerse a sí misma de que había leído bien.
―Bueno, deformé un poco el apellido para que sonara más… acorde a lo que hago ―admitió él.
―Pues arrasarías en Drag Race.
―Me lo dicen mucho ―suspiró el extraño.
A Samanta le llamó la atención que el tipo no pareciera indignado ni ofendido, sino simplemente resignado. Era como si le faltase la malicia presente en los otros como él que se habían pasado por el mercado. Este daba la sensación de ser casi buena gente.
El tal Dani echó una ojeada distraída al resto de las paradas. Samanta no conocía en persona a los veinte mil habitantes de Castell, pero no era necesario hacerlo para ver a la legua que este tipo no era uno de ellos. Hedía a turismo.
―¿Por qué lo llaman el mercado de las gafas de sol? ―cambió él de tema, con curiosidad―. Por lo que veo, vendéis de todo ―miró de reojo los libros variados que se exhibían en la mesa de Samanta.
―Fíjate en los trabajadores.
Dani hizo volar la vista a través de las dieciocho paradas de venta de la plaza del mercado. Luego volvió a mirar a Samanta.
―Parecéis un poco… una secta ―medio bromeó, aunque su sonrisa sangraba incomodidad.
Samanta le dedicó su media sonrisa más inquietante, parapetada tras sus gafas negras, alargando el silencio para que el visitante se cociera en su jugo de nervios unos segundos más. Luego se apiadó de él y decidió que la broma ya había durado lo suficiente. Se inclinó hacia delante y le hizo un gesto con la mano para que se acercara.
―Es por el suelo ―le susurró como si fuera un ancestral secreto custodiado por las hadas.
Dani volvió la vista hacia el suelo de la plaza y tuvo que entrecerrar los ojos.
―Oh ―comprendió.
―Antes de ser la plaza del mercado, eran un par de pistas de baloncesto ―Samanta se recostó en su silla, quitándole importancia al tema―. Si te fijas, aún se notan esas, esas marcas redondas dibujadas, cómo se llamen. El asfalto se ha ido destiñendo tanto con los años que ahora refleja demasiado. Acabábamos con la cara dolorida después de todo el día entornando los ojos.
El hombre asintió.
―Esperaba que, siendo un «investigador paranormal» ―Samanta entrecomilló aquello con el tono de voz para recalcar lo ridículo que sonaba― tú también llevaras gafas de sol. Y, no sé, ropa negra, en plan gótico.
―Eso solo pasa en las películas.
―Pues qué decepción.
Samanta eligió seguir haciéndose la tonta, como si no fuese ya el enésimo aficionado a los sucesos extraños que se pasaba por el lugar para interesarse por el punto frío. Había algo distinto en este. Parecía que se tomaba en serio lo que hacía. No tenía ese claro aire de timador de los que se llaman a sí mismos expertos en lo oculto. Joder, se dijo Samanta con cierta sorpresa, a lo mejor el chaval creía de verdad que era un exorcista.
―¿No te asas de calor? ―gimió el supuesto investigador, secándose la pátina de sudor de la frente con la manga de su camisa de cuadros―. Esto es como un horno.
No le faltaba razón. La plaza estaba embutida entre cuatro edificios de antiguas fábricas que no pasaban de los dos pisos de altura, con paredes de tonos claros rebotando el sol que apretaba durante la mayor parte del día. Combinado con los vapores que emanaba el asfalto del suelo, trabajar allí era como estar dentro de una caja de zapatos destapada bajo un foco deslumbrante. Jamás corría una brizna de aire. Y eso que apenas estábamos en mayo.
―Te acostumbras ―se encogió ella de hombros.
―Bueno, verás ―Dani ya no sabía por dónde encarar la conversación―, en realidad no soy de por aquí.
―Qué sorpresa.
―He venido a vuestro bonito pueblo por un asunto de trabajo.
―Ciudad.
―¿Qué?
―Técnicamente es una ciudad. Aunque sea enana y esté en el culo del mundo. Si tiene más de diez mil habitantes, se considera ciudad.
―Ah… está bien saberlo.
―¿Decías que venías por trabajo?
Dani se le acercó, miró a su alrededor con desconfianza y habló en voz baja.
―Vengo por el punto frío.
Samanta quería seguir haciéndose la loca, pero se le escapó un bufido de resignación y estaba casi segura de que, pese a lo oscuro de sus gafas, el otro había podido ver cómo ponía los ojos en blanco.
―Entiendo que no soy el primero que viene a investigarlo ―dijo él, tratando de disimular la sorpresa.
Samanta se miró las uñas en silencio. Como el otro no parecía dispuesto a irse sin una respuesta, decidió dársela.
―No, no eres el primero que viene con el cuento ―le soltó―. Ya hemos tenido por aquí a varios timadores hablando de fenómenos paranormales para ver si les pagábamos por su ayuda imaginaria.
―No soy un timador ―esta vez, Dani sí parecía ofendido. Pese a lo joven que era, se irguió en una pose que lo hacía parecer un digno caballero de la Inglaterra victoriana.
―Justo lo que diría un timador.
―No quiero dinero ―aseguró él―. Ni siquiera llamar la atención. Por eso solo he hablado contigo, porque tu parada es la que está más cerca de… ―Dani miró de reojo al rincón en cuestión y pareció estremecerse con un escalofrío.
Samanta frunció el ceño y lo estudió con atención. Si de verdad estaba fingiendo, lo hacía muy bien. Al tipo se lo veía genuinamente preocupado, incluso sobrecogido, como si pudiera ver algo en aquella gélida esquina que nadie más percibía. Ella se inclinó hacia un lado para echar una ojeada a la mochila que colgaba de la espalda de Dani, la típica Quechua de excursionista, llena de polvo y zurcidos.
―¿Ahí llevas tus, ya sabes, tus bártulos de exorcista?
―Sí, ¿por qué?
―Me esperaba algo más clásico ―se encogió de hombros―. Un maletín de piel con una cruz, algo así. Como en la peli.
―Ya te he dicho que no soy cura. Ni cristiano.
―Entonces, ¿cómo haces los exorcismos? ¿No empiezas a arrojar agua de una botellita mientras agitas una cruz en alto y gritas bien alto «el señor te expulsa», para que te oiga toda la plaza y se sientan con ganas de darte una recompensa?
Dani suspiró de nuevo, agachando la cabeza.
―No quiero recompensas, en serio. Y no, no creo en esas cosas religiosas. Intento hacerlo de una forma más sutil, para no asustar a nadie. Llevo unas velas, unas piedras…
―Ah, en plan new age.
―Algo así ―se conformó él.
Samanta notó que varios de los vendedores de las paradas más cercanas se habían girado para mirar con recelo al desconocido desde sus gafas oscuras. Ahora que se fijaba, un poco sí que recordaban a una de esas sectas oscuras de los cuentos de Lovecraft. Pese a ello, sabía que sus vecinos solo prestaban atención porque aquel pesado ya llevaba un buen rato molestándola sin comprar nada. En el mercado de las gafas de sol, todo el mundo se conocía. Prácticamente, todo el que tuviera un negocio en la ciudad montaba allí su parada los días impares, por la estúpida tradición de que a los vecinos les gustaba más ir a comprar a la plaza que a las tiendas normales, aunque las tuvieran a cinco minutos. La señora de la frutería montaba su puesto allí mientras su hijo mayor atendía en el local, lo mismo hacían los de la papelería, los de la charcutería… Y, por supuesto, Samanta se tenía que encargar de la parada de la vieja librería de sus padres, asándose de calor en aquel pozo de asfalto blanquecino que derretía a las moscas, mientras los dos ancianos se quedaban a la sombra en su negocio por si a alguien le daba por entrar.
―Y, de todos los sitios misteriosos y con glamour a los que podrías haber ido ―decidió seguir la conversación―, ¿no se te ha ocurrido nada mejor que venir a Castell? Si es una ciudad tan insignificante que ni se molestaron en ponerle un nombre compuesto, como a Castellbell o a Castellblanc.
―Voy adonde creo que debo estar ―respondió él, resuelto―. Supe del punto frío y aquí estoy.
―Qué pesadito con el punto frío ―Samanta miró de reojo el paquete de tabaco que asomaba de su bolso, en el suelo. Estaba deseando que el tipo se largara de una vez para poder ir a fumarse un cigarro tranquila. Sabía que últimamente fumaba demasiado y que tenía que ir aflojando el ritmo, pero ahora mismo le apetecía muchísimo.
―He hecho mis investigaciones antes de venir ―explicó él, con cara de cachorrito abandonado, intentando caerle bien―. En esta plaza murió un hombre, a mediados del siglo veinte. Un tal Cristóbal, que era el cartero del pueblo.
―Ciudad.
―De la ciudad ―aceptó él―. Le dio un infarto justo en esa esquina ―señaló con el dedo al rincón―. No tenía familia y, por lo poco que he podido encontrar en la hemeroteca de entonces, tampoco amigos. El ayuntamiento tuvo que hacerse cargo de su entierro.
―Qué cosas ―suspiró Samanta.
―Según el blog de un investigador paranormal al que sigo, desde entonces siempre se ha dicho que en esa esquina de la plaza hace frío de forma inexplicable. Además…
Dani paró de hablar en seco. Tenía la vista fija en el rincón que quedaba apenas a diez metros de la parada de Samanta, en el extremo opuesto a la única callejuela que permitía acceder a la plaza. Absorto en sus pensamientos, el forastero echó a andar hacia la esquina. Mierda, se dijo Samanta. Echó mano al paquete de tabaco y se levantó para correr tras él. El señor Marcial, de la parada de quesos, se puso en pie, pero Samanta le indicó con un gesto que esperase.
Samanta se plantó en la esquina en unas pocas zancadas. Dani estaba allí plantado, mirando a la pared y respirando hondo.
―¿Vas a ponerte a rezar o qué? ―bromeó ella.
Dani señaló al suelo, serio.
―¿De dónde sale esa sombra?
―¿Qué sombra?
―El sol está en su cénit, toda la plaza es un horno, pero esta esquina tiene una sombra suave. Como si la proyectase un árbol, o algo cercano. Pero no hay nada. La sombra está ahí, pero no el objeto que la proyecta.
Samanta no supo qué contestarle. Sí, era cierto, un pequeño pedazo de pavimento, de aproximadamente un metro cuadrado, gozaba de una agradable sombra difusa.
―No sé, es una sombra ―se encogió de hombros, mientras se encendía un cigarro.
―Y el clima cambia una barbaridad ―siguió él, como si no la hubiera oído―. En vez de estar a cuarenta grados, parece que estemos a, no sé, a quince. Y es solo en ese metro cuadrado, nada más.
―Será porque da la sombra.
―¡Pero si no hay nada que dé sombra! ―la voz de Dani se quebró un poquito.
―Pues yo qué sé.
―¿Corre el aire? Parece que corre brisa, ¿no?
Ella asintió en silencio.
―¡Pues ya me dirás de dónde sale esa brisa! ―exclamó el joven―. No hay corriente de aire en toda la plaza, excepto aquí.
Dani alargó el brazo para que su mano quedara dentro del pequeño punto en sombra y se estremeció.
―No hace falta ser un experto en fenómenos ocultos para saberlo ―dijo―, pero se da el caso de que yo lo soy.
―¿Para saber qué? ―bufó Samanta.
―Que tenéis un fantasma ―sentenció él.
Samanta guardó silencio mientras exhalaba el humo.
―¿No vas a decir nada? ―instó él.
―Fantasmas. Chorradas.
―¡Venga ya! ―Dani habló demasiado alto, luego se dio cuenta y puso cara de disculpa, bajando la voz―. Es de primero de ocultismo. Punto frío, sombra inexplicable, justo en la esquina en que murió un hombre solitario que sin duda dejó montones de asuntos por resolver… fantasma. De cajón.
Samanta no respondió. Se limitó a volver la vista hacia lo que había a espaldas de Dani. El investigador se estremeció de puro presentimiento y se volvió muy despacio. Atraídos por la subida de tono, varios de los demás vendedores de la plaza se habían acercado y lo observaban de brazos cruzados, impertérritos tras sus gafas negras.
―Joder, sí que parecemos una secta ―tuvo que admitir Samanta.
―¿Qué…? ¿Qué está pasando? ―balbuceó Dani.
El exorcista dio un paso atrás y su pie topó con algo. Bajó la mirada y alzó las cejas al ver la pila de pétalos medio secos. Escarbó un poco con la punta del pie hasta dejar al descubierto los posos fundidos de las velas de la noche anterior.
―Ofrendas ―susurró.
―Tenías que seguir insistiendo ―gruñó Samanta, resignada―. No podías dejarlo estar.
―No entiendo…
El señor Marcial se acercó unos pasos. Su pose no era amenazante, pero sí autoritaria. Dani se encogió, a la defensiva, como si temiera que lo fueran a asesinar allí mismo.
―Deja en paz a Cristóbal, exorcista de pacotilla ―le soltó.
―¿Co… conocen la historia de…?
―Claro que la conocemos, coño, todo el mundo en la ciudad la conoce.
―Pe-pe-pero ―Dani se tropezaba con sus propias palabras―, pero si saben, saben que tienen un fantasma…
―¿Tú has visto el calor que hace, niño? ―le gritó la señora Reme, del puesto de legumbres a granel―. Pásate tú doce horas al día trabajando aquí.
El ocultista se volvió hacia Samanta con súplica en la mirada, sin entender nada. Las dudas de Samanta se disiparon: no era más que un pobre ingenuo deseoso de ayudar, no otro de aquellos oportunistas que buscaban sacar tajada, así que se apiadó de él y le apoyó una mano en el hombro en gesto conciliador.
―A ver, señor Dani Denoche ―suspiró―. No hay un ápice de sombra en toda la plaza. Nos asamos de calor. El ayuntamiento no nos pone ni un triste toldo. El que más negocio hace es el pakistaní que nos vende botellas de agua fría. Pero en este rincón hace un fresquito muy agradable, cae la sombra y hasta corre un poco la brisa. ¿Te crees que vamos a dejar que nos quiten eso?
―Pero ―el hilillo de voz de Dani apenas llegó a ser audible.
―Mira, en invierno aquí se está medio bien, pero de abril a octubre esto es un horno. Si el fantasma hace que en la esquina se pueda estar, pues no nos vamos a quejar. Gracias a él, podemos venirnos al rinconcito a fumarnos un cigarro tranquilos y que se nos pase el calor.
―¿No les importa que la plaza esté encantada? ―soltó él, incapaz de contenerse―. ¿Les da igual que esta esquina la atormente un espíritu sombrío, un, un… espectro de la noche?
Samanta se encogió de hombros, sin saber qué más debía hacer para que el desconcertado visitante lo entendiera, y añadió:
―Se está fresquito.
Dani se la quedó mirando con la boca abierta y una expresión bobalicona.
―Si no cierras la boca, se te va a meter el fantasma ―rio Samanta.
―E-entonces… ¿qué hago?
―Pues te largas de aquí y dejas tranquilo a Cristóbal antes de que me enfade ―espetó el señor Marcial―. Que aún tengo fuerza para darte los dos bofetones que no te dio tu madre a tiempo.
―Haya paz, don Marcial ―intervino Samanta―. Que el chaval no tenía malas intenciones.
―Yo solo quería ayudar ―suspiró Dani.
―Y estoy segura de que hay mil sitios en los que puedes hacerlo ―asintió Samanta, dándole unas suaves palmaditas en la espalda―. Pero aquí no nos haces falta.
Dani tragó saliva y asintió, en algún punto entre la tristeza y el estupor. Parecía a punto de echar a andar, cuando se volvió y miró a sus pies.
―Y… ¿las ofrendas? ―preguntó con un hilillo de voz.
―Hombre, habrá que darle las gracias al bueno de Cristóbal por el servicio que nos hace ―dijo la señora Reme, como si fuera lo más normal del mundo―. No vamos a ser unos desagradecidos, como vosotros los de la gran ciudad.
El joven investigador paranormal miró a la señora con una expresión que presagiaba que estaba a punto de echarse a llorar. Luego se volvió hacia Samanta, la saludó con la cabeza con educación y echó a andar.
―Que tengan un buen día ―dijo al pasar junto a los otros vendedores―. Y disculpen por las molestias.
Samanta permaneció en la frescura del rincón maldito, acabándose el cigarro mientras observaba cómo el alicaído forastero se alejaba plaza abajo.
―Que no tenía amigos el Cristóbal, dice el tío ―sonrió con sorna―. Pues ahora sí que los tiene.
―Y que lo digas ―asintió Marcial―. A ver si el cerrajero acaba ya la placa.
Samanta se limitó a asentir con la cabeza y tomar nota mental de ir a hablar con el cerrajero a la mañana siguiente. Tenía que encargarle un retoque en el texto de la placa conmemorativa que iban a colgar en la esquina. Después del nombre de Cristóbal, su fecha de nacimiento y fallecimiento, pondrían: «Prohibido exorcizar».
―En fin ―Samanta tiró el cigarro a la rejilla de la alcantarilla que pasaba junto a sus pies y apoyó una mano en la pared con suavidad―. Gracias por todo, amigo.
Cada uno de los vendedores volvió a su tenderete a seguir con sus quehaceres, incluida Samanta, que se sentó y abrió una revista. Era primera hora de la tarde y hacía ya un par de horas que no tenían más clientes que aquel rarito de los exorcismos, pero pronto empezaría a pasar gente.
Cristóbal sonrió aunque nadie pudiera ver que lo hacía. Nunca había sido tan feliz.
Jöse Sénder, 24-5-2022